VEINTICINCO PLATITOS

DE LA RAMBLA MARPLATENSE

 

 

Buenos días amables lectores. Los recuerdos sensoriales tienen una autenticidad muy superior a la de cualquier otro recuerdo. Perduran en el tiempo y se mantienen inalterables. Un sabor, un olor, una brisa en la piel, un abrazo, el sonido del mar. Las imágenes en cambio siempre son engañosas. No pueden diferenciarse en la vigilia o en un sueño. Por eso no siempre esos recuerdos son verdaderos. A veces el cerebro nos engaña.

 

 

Por eso no tengo ninguna duda de que mis primeros recuerdos están indisolublemente asociados a la Rambla de Mar del Plata y a sus bares y picadas. Allí conocí a mi padre. En realidad lo reencontré, porque a poco de cumplir ocho meses, en diciembre de 1960, se marchó como médico de la campaña antártica 60-61 y nos reencontramos en la Ciudad Feliz un año después cuando regresó en el Rompehielos. Y allí fue nuestra primera discusión, por un plato de mariscos. Ya que el muy egoísta pretendía que yo comiera un miserable purecito y un bifito de lomo, mientras ellos se “morfaban” la pantagruélica picada de la rambla.

La cosa terminó tan mal, que en un berrinche propio de mi carácter irascible de aquellos años mozos, al llegar al hotel de regreso, donde me alojaba en una habitación con mi abuela, en un ataque de ira arroje una botella de Coca- Cola por la ventana. Esto trajo como consecuencia, la intervención policial, el allanamiento de mi habitación y de no haber sido un menor de dos años, hubiese terminado la noche, durmiendo en un calabozo.

 

 

Tengo tan grabada esa picada en mis sentidos que sesenta años después, mientras escribo esta nota, aún siento el olor exquisito de aquellos mariscos, la brisa del mar en mí rostro, la textura untuosa del jamón Torgelón que alcancé a manotear y el crocante de la raba que me pasó mi abuela, por debajo de la mesa.

 

AQUELLA MAR DEL PLATA

 

Mar del Plata se había convertido, en una especie de supermercado del sur de la provincia. La gente viajaba de Tandil, Balcarce, Necochea, y todas las localidades de esa inmensa y rica zona de influencia para hacer sus compras en Mar del Plata donde encontraban todo lo necesario y precios más acomodados. Esto, más el aluvión anual de turistas, hacían que el centro comercial de Mar del Plata tuviese una cantidad realmente impresionante de negocios. Se contaban de a centenares y vendían desde mariscos hasta antigüedades, pasando por muebles, ropa, tejidos, óptica, terrenos, y cualquier cosa que se le pueda ocurrir al transeúnte, incluso artículos de importación.

Había todo tipo de galerías, desde la tradicional SACOA, la Galería de las Américas, las recientes San Martín, Peláez Aller o Cristal. Eran luminosas, modernas, agradables y ofrecían una impresionante selección de artículos. La otra tienda importantísima era Los Gallegos. Y trabajaban todo el año. ¿Y cuál era el mejor negocio de Mar del Plata en esos años? El aumento de valores de «llave» era tan fabuloso que para quien establecía un negocio en cualquier año determinado, le bastaba salvar los gastos durante ese primer año para vender la «llave» con una fabulosa ganancia durante la temporada siguiente.

 

LOS PESCADORES

 

 

La industria del pescado era la base de la  economía marplatense, como también la de harina de pescado, usado como fertilizante en una vasta zona del país. El mundo de los pescadores era un mundo aparte; la mayoría eran italianos o descendientes, hablaban italiano entre sí, conservaban las tradicionales costumbres de Génova y lugares adyacentes, y ganaban bastante bien por un oficio que es ingrato, peligroso y duro. Y no obstante, hubo una mujer pescadora, patrona de una lancha, que además vivía aún en Mar del Plata. Hace años había llegado de Italia, estableció su lancha, y pescó hasta decidirse por el retiro.

Era una anécdota más, de las miles que circundaban aquel extraño mundo de 314 lanchas, cada una un microcosmos, del Puerto de Mar del Plata.

Oscar se crió yendo y viniendo de Rosario a Mar del Plata, para la misma época, de la mano de Don Jesús Tarrío, su padre, un reconocido distribuidor de pescados y mariscos, que representaba a la Empresa Pesquera Ventura, tal vez la más importante por aquellos años.  La marca era Dársena y venia todo enlatado. Por otra parte todos los días recibían pescados y mariscos frescos procedentes de las capturas, en la madrugada rosarina, en dos inmensas cámaras frigoríficas, para repartirlo en la mañana a sus distintas bocas de expendio.

 

LA SITUACIÓN SOCIAL

 

 

En aquella Mar del Plata había poca pobreza. Una sola villa de emergencia, en toda la ciudad, pero con construcciones palaciegas, comparadas con las de las villas miserias del Gran Buenos Aires. Esta villa de emergencia estaba compuesta en su mayoría por gente que había ido a trabajar algún verano y luego se había quedado a vivir. Además, en la zona de las canteras, llamada «Batán», se estaba afincando una población bastante grande de chilenos, que -según decían los marplatenses- “lamentablemente adolecen de algunos males sociales como hacinamiento, alto grado de tuberculosis y alcoholismo, y son, en general sumamente reacios a los intentos de ayuda de los distintos grupos de acción social”. En el resto de la ciudad impera “clase media alta, alta burguesía y aristocracia”. Como verá Usted, amable lector, la tilinguería criolla es lo único que no ha cambiado en décadas. Siempre «los otros» son «feos, malos y sucios» y «nosotros» somos «lindos, buenos y limpios».

 

 

En general, la gente vivía bien, tenía auto, y era de estar en su casa en invierno, como consecuencia lógica de haber trabajado todo el verano, cuando se iban los turistas, los marplatenses querían descansar.

Es que durante la temporada, muchas familias se «comprimían». Por ejemplo, dos familias vivían en una misma casa en verano y la otra casa la alquilaban por los tres meses. Y otros marplatenses tenían sus casas permanentemente llenas de amistades. Las visitas se encargaban de llevar los chicos, tanto propios como de los dueños de casa, a la playa.

 

 

Y en verano, el marplatenses iba a La Perla, la playa «de ellos». La idea de que casi nunca se acercaban a la playa, era falsa. Aprovechaban la hora de la siesta, ya que  los comercios abrían generalmente por la tarde a las dieciséis, para «hacerse» una hora de playa al mediodía. Hasta en pleno invierno solían verse adoradoras del sol en la Bristol; eran un grupo de amigas que se dedicaban a tomar sol hasta en los días más inhóspitos.

 

LOS VEINTICINCO PLATITOS(*)

 

 

Sentarse a comer una picada en la Rambla era toda una ceremonia. Nada de ir en malla y ojotas. Había que “empilcharse” así fuera de día e hiciesen 30 º a la sombra.

 

 

Uno se sentaba a la mesa y empezaban a venir los platitos. De entrada, con queso cortado, con jamón en cuadraditos, con salamín, con longaniza calabresa, con aceitunas verdes y negras, maníes salados, papas fritas. A eso le seguían, sin dejarte ni respirar, empanaditas de atún, papitas a la provenzal, porotos pallares aliñados, cazuelita de mondongo, berenjenas en escabeche, albondiguitas en salsa de tomate, cuadraditos de tostados de jamón y queso, y pan por supuesto. Aparte se servía el jamón crudo Torgelón con fetas de pan negro y pan blanco, untadas con manteca y unas ciruelas envueltas en panceta.

 

 

Mientras tanto, otro mozo desplegaba las bebidas: el Gancia o Cinzano con limón y soda, o Pineral,  Fernet Branca con Cinzano y soda,  Gin Tonic con Indian Tonic Cunnigton y limón, o algún vino blanco en frapera con hielo, cubierta con la clásica servilleta blanca. Para las damas, un Primavera sin alcohol o un Jugo Exprimido, si se trataba del mediodía o alguna copa de Jerez o vino blanco si se trataba de la tardecita. Los niños, podíamos disfrutar libremente de la Coca Cola, por aquellos años prohibida en la Provincia de Santa Fe, por negarse a revelar su fórmula a las autoridades sanitarias locales.

 

 

Y el final llegaba a toda orquesta con la artillería de mar: platitos de rabas, cornalitos fritos, calamarettis fritos y a la lionesa, cazuelitas de pulpo a la gallega, mejillones a la provenzal, trocitos de merluza a la romana y en escabeche y los infaltables langostinos con salsa golf.

 

 

De más está decir, que si dicha “picadita” se había producido alrededor de las 19 horas, por la noche se cenaba igual. A nadie se le ocurría pensar por aquellos años ni en el colesterol ni en los triglicéridos. Eso sí, se cenaba livianito, una entradita, un plato de pastas o un entrecot con fritas y un postrecito de la casa, tipo diez de la noche.

Ese mundo ya no existe. La Rambla hoy se parece más a La Salada que a La Rambla de antes. Los 25 platitos si hoy hubiera que pagarlos al precio que deberían costar, con la calidad que tenían, valdrían el equivalente a un par de neumáticos nuevos.

 

 

Y la gente en general, ha dejado de comer pescados, mariscos, embutidos, cazuelas y ni hablar de porotos, de mondongo o de ajo. Así que amables lectores, ¿cuál es la moraleja? Muy sencillo: todo tiempo pasado fue mejor, pero para los protagonistas. Porque formaron parte de lo que en filosofía llamamos «Zeitgeist», palabra que se conforma de «Zeit» (que significa tiempo) y «Geist» (que significa espíritu). Lo cual crea «El espíritu del tiempo». Como “la Belle Epoque” en París o la “Viena de Fin de Siglo”, aquella Mar del Plata quedo atrapada en el Espíritu del Tiempo.

 

(*)Siempre acostumbro a ilustrar nuestras notas con imágenes alusivas al texto. Lamentablemente en este caso prácticamente no hay imágenes de aquellos platitos. Lo que más se le parece, son imágenes que encontré en “La Silvana” de Mar Azul. Una cabaña y una cocina que parecen respetar aquel espíritu.

 

 

Emilio R. Moya

 

Fuente: Para los datos históricos: Revista Parabrisas en la edición de febrero de 1967
Oscar Tarrío

Director Periodístico Chefs 4 Estaciones en Chefs 4 Estaciones / Ex Editorial Diario La Capital

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