NO NOS QUITEN LO BAILAO
Buen domingo estimados lectores. Hace unas pocas horas, que terminó en el lejano Emirato de Qatar, el encuentro de la primera fase del campeonato mundial de fútbol, entre las selecciones de México y Argentina.
Un partido que no vi, del que no voy a opinar, y que dejó muy contentos a algunos, de nuestros lectores, y muy tristes a otros.
Pero que puso de manifiesto que un partido de fútbol, es algo más que veintidós seres humanos, que corren en un campo detrás de una pelota, con el arbitraje de otros tres, perdón, ahora siete, y con el auxilio de una inteligencia artificial, el famoso Video Assistant Referee, comúnmente llamado VAR.
Prefiero hablar de emociones, y cómo impactan en la vida diaria de toda empresa gastronómica, por más pequeña que sea.
En realidad, no solo de las empresas gastronómicas, sino de los pueblos. Y a pesar de que todos los gobiernos, de todos los países, intenten apropiarse de esas emociones, no son transferibles, ni duraderas.
Ejemplos sobran. En 1986 Argentina ganó el título mundial, y al año siguiente, el oficialismo perdió las elecciones y se desató la primera hiperinflación de la democracia contemporánea.
Cuatro años después, en 1990, Argentina perdió la oportunidad de levantar su tercera copa, en los últimos minutos, y de penal, frente a Alemania. El oficialismo también pretendió adueñarse del único subcampeonato que se festejó en el país, debido a la magia de Diego Maradona. Unos meses después, estalló la segunda hiperinflación.
Brasil organizó 24 años más tarde, su segundo mundial, llegando hasta semifinales, y Argentina otra vez en la final, perdió en tiempo suplementario, con un gol de Alemania, a tres minutos del final del suplementario. Al año siguiente, ambos oficialismos, perdieron las elecciones.
Sin embargo el ejemplo más patético, ocurrió en 1978, cuando Argentina organizó su único mundial. La dictadura militar, intentó utilizarlo para ocultar sus crímenes de lesa humanidad, bajo el slogan de “los argentinos somos derechos y humanos”. No les creyó nadie, ni en Argentina, ni en el mundo.
ANTES DEL PARTIDO
Tres horas antes de que comenzara el partido, las calles estaban desiertas. Los vendedores de banderas, gorros y vinchas, pensaban qué iban a hacer con todo lo que habían comprado, si Argentina perdía.
En los puestos ambulantes de las calles, a los que los medios gastronómicos llamamos ahora Street Food , por que suena más foodie, rezaban a todos los Dioses, para que la selección ganara el partido.
Y los dueños de restaurantes se preguntaban por qué las reservas anticipadas, no se habían movido como todos los sábados.
La respuesta es sencilla: la gente estaba angustiada. Y esa incertidumbre por el resultado de un partido de fútbol, los paralizaba.
DESPUÉS DEL PARTIDO
A sesenta minutos del pitazo final, y con el resultado puesto, había cola en las heladerías, para tomar un helado. Las banderas y camisetas comenzaban a cambiar de dueños, a medida que la gente inundaba parques y plazas en todo el país.
Una hora después, no quedaba una mesa para reservar, en ningún restaurante, parrilla o pizzería, y la gente empezaba a anotarse para un segundo turno, a partir de las doce de la noche.
¿Qué había pasado? La angustia se había transformado en euforia, y la euforia, en celebraciones.
En noventa minutos, Messi y compañía, habían logrado cambiar el ánimo de 47.000.000 de personas, por el simple hecho de convertir dos goles más, que su rival de turno.
Por primera vez, en las calles del país, se salía a celebrar el segundo partido de la primera rueda, de una clasificación.
Y no solo en las calles de Argentina. También en Bangladesh, y en la India, lugares en que el pueblo festeja los triunfos argentinos, como propios.
24 HORAS DESPUES DEL PARTIDO
Todos tratarán de apropiarse de esta alegría popular, pero como ha ocurrido siempre, no van a poder hacerlo, ni va a cambiar nada.
Porque las emociones espontáneas, son efímeras, y a las cuarenta y ocho horas, la implacable realidad, se las devora.
Nadie se puede adueñar de las emociones, y mucho menos planificar la política, en función de resultados deportivos. ¿O sí?
En 1936, uno de los peores dictadores, de la historia de la humanidad, era líder del país anfitrión de los Juegos Olímpicos.
Su maquinaria de propaganda se había preparado para utilizar esos juegos, y demostrar al mundo, la supuesta superioridad de la raza aria, sobre el resto.
¿Qué fue lo que ocurrió?
Un afroamericano de 23 años, nieto de un esclavo, nacido en Oakville, Alabama, el 12 de septiembre de 1913, llamado Jesse Owens, se transformó en “el humano más rápido del mundo”, cosechó cuatro medallas de oro, y se transformó en el héroe de las Olimpíadas.
El 4 de agosto de 1936, arrebató la medalla de oro en el último salto, al alemán Carl Ludwig Luz Long, al alcanzar 8,13 metros, lo que constituyó un récord olímpico. El rubio alemán felicitó efusivamente al campeón, mientras Adolf Hitler abandonaba enfurecido, la tribuna del Olympiastadion.
Las familias Owens y Long nunca perdieron el contacto. Long murió durante la invasión aliada en Sicilia, en 1943, y Owens en 1980.
Setenta y tres años y 18 días después, en una ceremonia llena de emoción, la nieta de Owens, Marlene Dortch Owens, y el único hijo de Long, Kai Long, acompañado de su hija, se reunieron para entregar medallas a los ganadores del salto en largo, y tanto el rubio, como el “negro”, fueron recordados como los héroes que habían sido.
48 HORAS DESPUES DEL PARTIDO
El próximo lunes, cuando comience la semana laboral, las emociones habrán desaparecido. No habrá angustia, ni euforia, y las empresas gastronómicas, enfrentarán los mismos problemas que el viernes.
Pero las emociones populares, son saludables y hay que festejar, aunque sea por unas horas, cualquier evento que las produzca. Así se trate de un campeonato de sapo. Y dar rienda suelta, a la alegría.
Una auténtica emoción, no se puede ni comprar, ni robar: se disfruta y se celebra. Y mientras dura, se suspende la realidad. Porque así debe ser. ¡Tan pocas son las ocasiones, en que se da esa coincidencia entre millones de seres humanos!
Porque ningún pueblo es tonto, y celebrar una ilusión compartida, solo ocurre muy pocas veces. Y esas pocas veces, por unas escasas horas, no existen ni diferencias, ni ideologías, ni nada que empañe la fiesta.
Porque como dice el tango: ¿quién nos quita lo bailao? Hasta el próximo domingo.
Emilio R. Moya